La experiencia de entrar al edificio se concibe como la metáfora de una inmersión en el mar, un juego de opuestos que se plasma también en la visión de los dos volúmenes. El primero —largo, prismático y opaco— se sitúa junto a la vía de tráfico, en paralelo al cantil del muelle; el segundo —quebrado, anguloso y transparente— conforma con su geometría un espacio público protegido entre ambos edificios para la exposición al aire libre, que funciona como antesala del museo, y desde donde se pueden ver, a través del lucernario, algunos de los objetos expuestos.
Bajo tierra, una de las salas se prolonga hasta alcanzar el borde del muelle: allí, a través de un gran ventanal hacia el paisaje marino, se materializa la intima relación planteada por los arquitectos entre el museo y el vecino al que finalmente venera, el Mediterráneo.
Museo Nacional de Arqueología Subacuática por Vázquez Consuegra. Fotografía por Duccio Malagamba.
Museo Nacional de Arqueología Subacuática por Vázquez Consuegra. Fotografía por Duccio Malagamba.
Descripción del proyecto por Vázquez Consuegra
El muelle de Alfonso XII, borde físico de la ciudad de Cartagena, fue construido en 1872 en terrenos ganados al mar, y estuvo destinado a uso portuario hasta hace unos años, en que se decidió su recuperación como espacio para la actividad cívica, en la línea de los proyectos de recuperación del waterfront que se están llevando a cabo en Estados Unidos, y que en España han acometido ya ciudades como Barcelona y Vigo. Entre los nuevos edificios que habían de sustituir a las viejas construcciones industriales y portuarias se encuentra el Museo Nacional de Arqueología Subacuática.
El proyecto no se inspira en las formas de los barcos, como sugiere la tradición moderna, ni en la arquitectura urbana de la ciudad, sino que responde a las condiciones específicas del lugar. La dualidad del programa —por una parte Centro Nacional de Investigaciones Arqueológicas Subacuáticas y por otra Museo Nacional de Arqueología Subacuática— conduce a la decisión de levantar dos edificios, mientras que la limitación de la edificabilidad máxima sobre la rasante de la parcela hace inevitable la construcción bajo la cota del muelle para satisfacer la demanda de superficie solicitada. Asimismo, la naturaleza de los objetos expuestos, procedentes del mundo sumergido, y la del espacio que ocupa el edificio —un terreno de relleno ocupado anteriormente por el mar—, llevan a tomar el tema de la subterraneidad como argumento del proyecto. Los materiales recuperados del fondo del mar vuelven así a su lugar de procedencia, ahora bajo la pesada capa de piedra del muelle.
Museo Nacional de Arqueología Subacuática por Vázquez Consuegra. Fotografía por Duccio Malagamba.
Dos únicos elementos emergen a la superficie: el volumen del centro de investigación y el lucernario del museo. Entre ellos, una amplia rampa desciende conduciendo al visitante hacia el interior. La experiencia de entrar al edificio se concibe como la metáfora de una inmersión en el mar. El primer volumen —largo, prismático y opaco— se dispone junto a la nueva vía de tráfico trazada junto a la muralla, en paralelo al cantil del muelle; el otro —quebrado, anguloso y transparente— conforma con su geometría una especie de plaza entre ambos que se convierte en un espacio público protegido para la exposición al aire libre, que funciona como antesala del museo, y desde donde se pueden ver, a través del lucernario, algunos de los objetos expuestos. Bajo tierra, una de las salas dedicada a exposiciones temporales se prolonga hasta alcanzar el borde del muelle: allí, a través de un gran ventanal hacia el paisaje marino, se materializa la estrecha relación que existe entre el edificio y el Mediterráneo.