Al tratarse de una edificación con cinco de sus límites cerrados por construcciones medianeras, uno de los principales objetivos de los arquitectos consistió en introducir luz natural en el interior por medio de diferentes estrategias: intentando liberar la mayor parte de la planta y mediante la inclusión de un único núcleo de servicios central, alrededor del cual orbitan los demás espacios.
Descripción del proyecto por Ignacio Olite Arquitectos y Los Arcos Gaztelu Arquitectos
La vivienda reformada se sitúa en el casco histórico de Pamplona. Se trata de un espacio privilegiado con, nada menos, cuatro ventanas balconeras a una calle principal de la ciudad, construido hace más de 100 años, cuando la contribución urbana se pagaba en función del número de ventanas que asomaban al espacio público.
De altura casi palaciega, sus generosas dimensiones son el resultado de la yuxtaposición de dos crujías típicas del parcelario gótico: una, muy profunda, con patio de luces al fondo que es, más bien, una grieta de ventilación, y otra, más corta, de una sola orientación.
Un recio muro de carga separa longitudinalmente ambos espacios y provoca el paso de las estancias de día a las de noche. El muro es soporte estructural y frontera de la vida diurna y nocturna. Una frontera siempre habitada, horadada a lo largo de los años por nichos, puertas y pasos, uno de los cuales, angosto y señalado con arco de medio punto, es la transición entre el habitar privado y el de la intimidad. Cruzarlo se convierte en una acción cotidiana consciente.
La profundidad de las crujías y la ausencia real de una doble orientación obliga a valorar la luz que llega desde las ventanas de la calle y a canalizarla según la forma, el uso y la dimensión del espacio que iluminan.
Siguiendo una cierta analogía “postural”, se instalan, respectivamente, una caja - contenedor “de pié” y otra “tumbada”. La posición de cada una de ellas intenta, por una parte, introducir la luz en un fondo de vivienda francamente oscuro. La primera caja, la de la zona de día, forma, junto al muro colindante, una “geoda” metálica como lugar de la cocina, que atrapa el esquivo elemento. La segunda, en su posición tumbada, permite el paso de la luz a través del espacio que se libera entre ella y el techo.
Ambos contenedores, construidos en madera de nogal, reconocen el espacio preexistente y lo articulan. El primero, la caja “de pié”, actúa como el alma del violín: da la escala de la excepcional altura de la casa tocando su suelo y su techo. Se habita desde su perímetro porque reordena, en torno a sí, la luz, los espacios y los usos.
Al otro lado del muro, la caja se recuesta para ser habitada en su interior y a través de ella. La luz de las ventanas atraviesa los dormitorios y la caja, y salta por encima de ésta para alumbrar lugares que antes no existían.