La relación entre la naturaleza de los animales, la plasticidad en la propia técnica utilizada en las obras queda altamente relacionada con la búsqueda de espacios que desarrollen una arquitectura orgánica como lo podrían hacer en sus obras arquitectos y artistas célebres del siglo pasado de los que el autor toma referencias.
ARQUITECTURA Y OTROS ANIMALES
Dibujos, acuarelas y óleos por Fernando Díaz-Pinés Mateo
Para un pintor el motivo es una coartada para pintar. Para un arquitecto dibujar y pintar es una coartada para construir.
Construir pintando se inicia con una labor, una aportación de material, haciendo sitio en el papel o en el lienzo, convirtiéndolo en un lugar, en un espacio. Luego, se habita en él y el trabajo es imaginar cómo puede permanecer esa forma, qué existencia podría esperar, para finalmente, entrar en acción, pensar, encontrar relaciones de sentido, cuál es su carácter, qué resuena en ella y la aleja de lo efímero.
Encontrar sentido es más una aspiración que un dato para que la construcción persista. Desde que se hace perceptible -incluso si solo se dibuja- la buena arquitectura perdura como si siempre hubiera estado ahí.
La memoria pulula por la imaginación. Imaginar no es un alejamiento de la realidad sino una forma de enfrentarse a ella.
Y, sin embargo, todo cuanto tiene forma puede desaparecer en un instante.
Arquitectura y otros animales por Fernando Díaz-Pinés Mateo. Fotografía por Víctor Hugo Martín Caballero.
Texto por Fernando Díaz-Pinés Mateo, Agosto 2020
De no haber irrumpido tan abruptamente en nuestras vidas un virus letal, la exposición que recoge el presente catálogo se habría inaugurado exactamente cuarenta y cinco años después de mi primera exposición individual, celebrada en la primavera de 1975 en el Club Internacional de Prensa de Madrid y auspiciada por el crítico de arte Raúl Chávarri, a quien interesaron mis dibujos.
Entonces, con dieciséis años, aún dudaba si estudiar Bellas Artes o Arquitectura. Pasé los dos veranos siguientes en la academia del pintor Rafael Hidalgo de Caviedes, en la que la mayoría de sus alumnos se preparaba para la asignatura de Análisis de Formas en la Escuela de Arquitectura de Madrid. Allí aprendí a encajar, pasé a formatos más grandes y aprendí técnicas nuevas y a experimentar. Llegué a la conclusión de que la carrera arquitectónica me daba la posibilidad de seguir dibujando y pintando, consciente de que tal decisión exigiría un aprendizaje añadido de técnica pictórica en el que todavía estoy, y corté aquel nudo gordiano: decidí ser arquitecto. Podría así, además de seguir pintando, proyectar edificios -dibujarlos- e, incluso, con cierta fortuna, construirlos.
Ya en la Escuela de Arquitectura de Madrid, expuse con compañeros amigos. Con Emma Lomoschit y Jesús Moreno en el curso 77-78 y, en el curso siguiente, con Sigfrido Martín Begué -tan triste y prematuramente malogrado-, que llegó a ser un gran pintor y no ejerció de arquitecto.
Siguieron las exposiciones colectivas “Arquitecturas modernas” (1980) y “Madrid fin de siglo” (1982) en la Galería Ynguanzo de Madrid y “Ciudad balneario” (1982) en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Santander, exposiciones que viajaron luego por colegios de arquitectos y escuelas de arquitectura como, por cierto, la de Valladolid, en la que estuve por primera vez con ese motivo.
En aquellas exposiciones, durante los vibrantes tiempos de la Movida Madrileña, en un país en plena transformación, participamos un grupo de estudiantes y profesores de Arquitectura que compartíamos la pasión por la arquitectura y el dibujo y una amistad que se ha prolongado en el tiempo.
La Escuela de Madrid era entonces un hervidero de ideas y actividad crítica y creativa. Como el país, se había abierto al exterior. Tuvimos la oportunidad de conocer en persona a muchos de los arquitectos y teóricos de la arquitectura más importantes del momento, cuyas ideas enlazamos con el necesario reconocimiento a los arquitectos españoles mayores. Mi carrera se desarrolló durante un momento histórico en el que la arquitectura cambió, justo en el final del que Hobsbawm llamo corto siglo veinte. Aunque, años después, la arquitectura del espectáculo banalizaría esta hermosa y compleja profesión, sigue resultando apasionante y las bases de la mejor arquitectura se mantienen en aquel momento disciplinar.
Siempre he tenido la inmensa suerte de tener buenos profesores y durante la carrera los tuve espléndidos, con la fortuna añadida de trabajar desde el principio con muchos de ellos dibujando en sus estudios. Siguiendo la estela de mis profesores más jóvenes, que habían descubierto en sus predecesores más inmediatos la vocación docente, la docencia -como para muchos de mis compañeros de entonces- se convirtió en profesión. Mediada la carrera, obtuve la Beca Acha Urioste para formación de profesorado que desarrollé en la cátedra de Elementos de Composición de Antonio Fernández Alba, con los profesores Manuel de las Casas y Antón Capitel, y, casi al final, hice prácticas en la cátedra de Expresión Gráfica Arquitectónica de Julio Vidaurre, con Ignacio de las Casas y Javier Ortega. En esta cátedra, pocos años después de titularme en 1984 e iniciar la carrera profesional, entré como profesor asociado antes de recalar, a principios de los noventa, en la excelente Escuela de Arquitectura de la Universidad de Valladolid, donde me incorporé a Proyectos Arquitectónicos, me doctoré en 1994 -con una tesis sobre la Catedral de Palencia basada en el planteamiento gráfico del proyecto- y obtuve la titularidad en 1997.
La docencia ha sido siempre una actividad extraordinariamente agradecida, que me ha obligado y permitido seguir estudiando y, en la relación con los estudiantes, ha mantenido frescos el pensamiento, la capacidad de sorpresa y el entusiasmo. Y, también, a seguir dibujando, mucho, tanto en la actividad profesional -muy ligada a la restauración-, como en esa actividad proyectual vicaria que son las clases de proyectos, en las que se tutora y colabora con los alumnos en sus proyectos, como en un ejercicio placentero que colma el ocio y libera de la rigurosa disciplina arquitectónica, de la gravedad y de la utilidad.
Así, como digo, he seguido dibujando y pintando, bien es cierto que no de manera tan continuada como hubiera deseado. En los últimos quince años, una parte de lo más interesante que he realizado, lo he aportado a las exposiciones colectivas de ASPACE Valladolid, en las que he participado junto a otros artistas, arquitectos y profesores.
La intensa pulsión por el dibujo y la pintura se ha mantenido viva y, finalmente, se ha abierto paso como una actividad constante, convertida en investigación, dando lugar a la obra que ahora presento, ya no con 16 sino con 61 -y no es esa la única simetría al otro lado del espejo de los años-, en un horizonte vital renovado.
Dibujar y pintar puede ser -lo es en realidad- una actividad solitaria, personal y profundamente contemplativa, aún en su vehemencia. En realidad, se pinta para uno mismo, es un asunto de soledad amena, una ensoñación. De hecho, el aislamiento favorece la creatividad y las ultimas obras que se incorporan a la exposición proceden de esa situación, entendiendo que el sentido es más una aspiración que un dato, abriendo campos, sin que la imaginación signifique realmente un alejamiento de la realidad sino un modo de enfrentarla. Solo cuando las obras se ven en conjunto y se observa en ellas un recorrido de contenido personal intenso, una temática y una concepción técnica coherentes, se valora la posibilidad de exponer -ante los demás- lo realizado. Y surge entonces, aunque tal deseo de mostrar la obra no sea compulsivo, la cuestión de tener o no la posibilidad de hacerlo. El Museo de la Universidad de Valladolid me ha ofrecido esta fenomenal oportunidad, que quiero agradecer muy vivamente. Lo que, como no puede ser de otro modo, debo hacer extensivo a la Universidad de Valladolid, doblemente si cabe, tanto por darme la ocasión de llevar a cabo este evento como, y esto es más importante, por los treinta años de feliz docencia -que se cumplirán el año que viene- en la Escuela de Arquitectura de Valladolid.