Hoy recordamos un extracto del libro La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1914, y fallecido en la misma ciudad en 1999. Lo podeis en contrar en la editorial CATEDRA, ed. 1982.
La invención de Morel es un libro fantástico durante cada capítulo, hasta que en el último se transforma en un libro alucinante y brillante. Absolutamente recomendable. Bioy Casares describe una isla, y en la isla describe tres edificios, la descripción de los cuales la hace en tercera persona, a través del protagonista, que los recorre y describe según es él.
"En la parte alta de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas (hay rocas en las barrancas del oeste), están el museo, la capilla, la piletadenatación. Las tres construcciones son modernas, angulares, lisas, de piedra sin pulir. La piedra, como tantas veces, parece una mala imitación y no armoniza perfectamente con el estilo.
La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de natación está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos. El museo es un edificio grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente y otro más chico atrás, con una torre cilíndrica.
Lo encontré abierto; enseguida me instalé en él. Lo llamo museo porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para unas cincuenta personas, o un sanatorio.
Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía, teatro (si no se cuenta un librito —Belidor: Travaux-Le Moulin Perse-Paris, 1937— que estaba sobre una repisa de mármol verde y ahora abulta un bolsillo de estos jirones de pantalón que llevo puestos. Lo tomé por el nombre “Belidor” me pareció extraño y porque me pregunté si el capítulo Moulin Perse no explicaría ese molino que hay en los bajos). Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en la soledad de la isla traté de continuar (creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia).
En el hall, las paredes son de mármol rosa, con algunos listones verdes, como columnas hundidas. Las ventanas, con sus vidrios azules, alcanzarían al piso alto de mi casa natal. Cuatro cálices de alabastro, en que podrían esconderse cuatro medias docenas de hombres, irradian luz eléctrica. Los libros mejoran un poco esta decoración. Una puerta da al corredor; otra al salón redondo; otra ínfima, tapada por un biombo, a la escalera de caracol.
En el corredor está la escalera principal, de estuco y alfombrada. Hay sillas de paja, y las paredes están cubiertas de libros.
El comedor es de unos dieciséis metros por doce. Arriba de triples columnas de caoba, en cada pared, hay terrazas que son como palcos para cuatro divinidades sentadas —una en cada palco—, semi-indias, semi-egipcias, ocres, de terracota; son tres veces más grandes que un hombre; las rodean hojas oscuras y prominentes, de plantas de yeso. Debajo de las terrazas hay grandes paneles con dibujos de Fuyita, que desentonan (por humildes).
El piso del salón redondo es un acuario. En invisibles cajas de vidrio, en el agua, hay lámparas eléctricas (la única iluminación de ese cuarto sin ventanas). Recuerdo el lugar con asco. A mi llegada había centenares de peces muertos: sacarlos, fue una operación horripilante; he dejado correr agua, días y días, pero siempre tomo allí olor a pescado podrido (que sugiere las playas de la patria, con sus turbios de multitud de peces, vivos y muertos, saltando de las aguas e infectando vastísimas zonas de aire, mientras los abrumados pobladores los entierran). Con el piso iluminado y las columnas de laca negra que lo rodean, en ese cuarto uno se imagina caminando mágicamente sobre un estanque, en medio de un bosque. Por dos aberturas da al hall y a una sala chica, verde, con un piano, un fonógrafo y un biombo de espejos, que tiene veinte hojas, o más.
Las habitaciones son modernas, suntuosas, desagradables. Hay quince departamentos. En el mío hice una obra devastadora, que dio poco resultado. No tuve más cuadros —de Picasso—, ni cristales ahumados, ni forros con valiosas firmas, pero viví en una ruina incómoda."
La invención de Morel. Extracto. Adolfo Bioy Casares.