El Reina Sofía presenta este ciclo dedicado al cine español de la posguerra, comisariado por José Luís Castro de Paz, y programado con ocasión de la exposición Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española.1939-1953. Superando los tópicos que lo han sepultado durante décadas, la producción cinematográfica de estos años se presenta como un oscuro pero fascinante laberinto fílmico e histórico, mostrando los conflictos, las búsquedas y los objetivos de las principales narrativas de un periodo melancólico, herido y confrontado.
El régimen dictatorial organizó la producción cinematográfica de modo diametralmente opuesto al periodo republicano, desarrollando un sistema de autarquía económica y una férrea censura ideológica. Sin embargo, en contra de lo que a menudo se ha afirmado, también buscó la continuidad de las tradiciones culturales que se habían articulado durante la II República. De hecho, el nuevo Estado fracasó en su voluntad de construir un cine “fascista”, debido a la disparidad de visiones enfrentadas, como así demuestran por ejemplo las diferencias entre el rancio conservadurismo de Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942) y la modernidad falangista y "eisensteiniana" de Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942). También erraría en su intento de eliminar el sustrato folclórico y popular, que, pese a la feroz oposición de quienes veían en tales elementos una abominable herencia frentepopulista, logró mantener su presencia, como denota la obra del director Edgar Neville, una pragmática y medida oposición cultural con títulos castizos y subversivos como Verbena (1941), La torre de los siete jorobados (1944) y la "solanesca" Domingo de carnaval (1945).
Pese a la negrura del periodo, la comedia será el género más habitual. Bajo la influencia del humor moderno y absurdo de la revista La Codorniz (fundada en 1941 por Miguel Mihura), la filmografía del momento mostró, como rasgo dominante, una decidida voluntad reflexiva y metacinematográfica, que manifestaba la dificultad a la que se enfrentaba la ficción a la hora de abordar la oscura realidad que se había iniciado tras la Guerra Civil.
Disidentes a su modo, los llamados “renovadores” (José Antonio Nieves Conde, director en 1951 de la trascendental Surcos; Arturo Ruiz-Castillo o Manuel Mur Oti) y los “telúricos” (Carlos Serrano de Osma, Lorenzo Llobet-Gràcia, Enrique Gómez), mostraron en sus películas una marcada preocupación social y un llamativo “compromiso estético” -de raíz europea y vanguardista pero a la vez profundamente influenciado por Hollywood-, además de hondas preocupaciones psicoanalíticas, transmitiendo desoladores discursos sobre la época que les había tocado vivir y sus demoledoras consecuencias.
La pérdida irremediable del objeto amoroso, a menudo encarnado por una mujer, asesinada, prohibida o desaparecida, y la melancolía e incluso la locura resultantes son los nudos narrativos habituales de este cine, que pueden leerse como metáforas de un país desolado, poblado de sombríos recuerdos, que soportaba un complejo de culpa incontrolable. Tristezas, destrucciones y soledades históricas convertidas en lúcidas “heridas del deseo”, en palabras del comisario.
El régimen dictatorial organizó la producción cinematográfica de modo diametralmente opuesto al periodo republicano, desarrollando un sistema de autarquía económica y una férrea censura ideológica. Sin embargo, en contra de lo que a menudo se ha afirmado, también buscó la continuidad de las tradiciones culturales que se habían articulado durante la II República. De hecho, el nuevo Estado fracasó en su voluntad de construir un cine “fascista”, debido a la disparidad de visiones enfrentadas, como así demuestran por ejemplo las diferencias entre el rancio conservadurismo de Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942) y la modernidad falangista y "eisensteiniana" de Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942). También erraría en su intento de eliminar el sustrato folclórico y popular, que, pese a la feroz oposición de quienes veían en tales elementos una abominable herencia frentepopulista, logró mantener su presencia, como denota la obra del director Edgar Neville, una pragmática y medida oposición cultural con títulos castizos y subversivos como Verbena (1941), La torre de los siete jorobados (1944) y la "solanesca" Domingo de carnaval (1945).
Pese a la negrura del periodo, la comedia será el género más habitual. Bajo la influencia del humor moderno y absurdo de la revista La Codorniz (fundada en 1941 por Miguel Mihura), la filmografía del momento mostró, como rasgo dominante, una decidida voluntad reflexiva y metacinematográfica, que manifestaba la dificultad a la que se enfrentaba la ficción a la hora de abordar la oscura realidad que se había iniciado tras la Guerra Civil.
Disidentes a su modo, los llamados “renovadores” (José Antonio Nieves Conde, director en 1951 de la trascendental Surcos; Arturo Ruiz-Castillo o Manuel Mur Oti) y los “telúricos” (Carlos Serrano de Osma, Lorenzo Llobet-Gràcia, Enrique Gómez), mostraron en sus películas una marcada preocupación social y un llamativo “compromiso estético” -de raíz europea y vanguardista pero a la vez profundamente influenciado por Hollywood-, además de hondas preocupaciones psicoanalíticas, transmitiendo desoladores discursos sobre la época que les había tocado vivir y sus demoledoras consecuencias.
La pérdida irremediable del objeto amoroso, a menudo encarnado por una mujer, asesinada, prohibida o desaparecida, y la melancolía e incluso la locura resultantes son los nudos narrativos habituales de este cine, que pueden leerse como metáforas de un país desolado, poblado de sombríos recuerdos, que soportaba un complejo de culpa incontrolable. Tristezas, destrucciones y soledades históricas convertidas en lúcidas “heridas del deseo”, en palabras del comisario.