La casa se entiende mejor gracias a las fotografías de Fernando Alda, una vivienda esencial, básica, que se convierte en un lugar, que forma parte del paisaje. ¡Una vivienda completamente abierta al paisaje, que se hace paisaje!
Descripción del proyecto por Patrick Dillon
Hace años vivía en París, en un apartamento en el sexto piso de un inmueble en la Rue Montmartre, en Les Halles. Eran cuatro minúsculos cuartos al final de una escalera desvencijada con dos ventanas hacia la calle y una hacia un patio interior y no podía estrecharme mis brazos sin tocar el techo. Durante años sentí que era el cielo, pero a medida que esa ilusión se desvanecía y se reveló ser más como una camisa de fuerza que el paraíso me encontré a menudo meditando en la idea de vivir algún día en un lugar sin paredes, sin ventanas, sin restricciones, sin límites.
Años más tarde vino la revelación. Era una hermosa tarde de febrero, el cielo estaba teñido de naranja y morado y yo estaba sentado en el “break” de Santa Catalina, cuando de repente se me ocurrió que tal vez encontraría lo que desde hace tanto tiempo soñaba en aquel promontorio que veía al oeste en el horizonte (Punta San Lorenzo o simplemente SaLo, aunque siempre pienso en el séptimo canto de Altazor, de Huidobro, cuando estoy allí). Y así fue. Aunque después de muchos años de práctica de agricultura de subsistencia la cima del cerro había sido transformada en un campo baldío, quemado y estéril, estaba rodeado por el cielo y el océano infinito, con una franja de bosque seco desde donde emanaban los llantos de monos aulladores y había una vista hacia el sur que juraba deja ver hasta las Islas Galápagos.
Parado ese primer día en el cerro, estaba seguro de que si íbamos a intentar vivir allí tendríamos que recrear el ecosistema devastado como primer paso, y con esa meta en mente nos pusimos a construir una estructura hecha de materiales recuperados que llevamos en camión, cayuco, balsa, panga, a cuesta de caballo y a cuesta de espalda, a través de caminos enlodados, pasando por el Río Grande, manglares, playas y ensenadas hasta la cima del cerro. Allí construimos un gran techo para captar agua de lluvia en una cisterna abierta (que funciona también de piscina), sembramos plantas, flores y árboles por todas partes y dejamos a la madre naturaleza tomar su curso. A cambio nos regaló una explosión espontánea de vida- las aves volvieron primero, cantando en los aleros al amanecer- luego vinieron mariposas, ranas, serpientes, iguanas, más monos aulladores- hasta los venados que se habían cazado casi a la extinción encontraron el camino de vuelta.
Siguiendo el ejemplo de la madre naturaleza y como respuesta a sus cambios de temperamento, crecimos la casa orgánicamente. Cuando venían rayos, truenos y tempestades como una alucinación desde el sur hicimos el techo más grande en esa dirección para encajar el choque de la colisión y deslizamos paredes traslúcidas para protegernos de la lluvia, asegurándonos un espacio de calma y la esperanza de salvación dentro del caos. Y cuando los vientos cálidos del verano soplaron sin tregua desde el norte en un intento de barrernos de la cima del cerro retiramos las paredes y el techo, ligero como una cometa, ondulaba como olas del océano o como un ave gigante tomando vuelo.
Comenzamos construyendo la casa SaLo con el objetivo de recrear un ecosistema y de investigar la naturaleza de la arquitectura tropical. Durante los últimos diecisiete años la casa ha sido como una especie de laboratorio donde hemos experimentado con estructuras, materiales y métodos de construcción, esperando de esa manera llegar a alguna conclusión respecto a estos temas. Pero resulta que es mejor que el experimento se quede sin conclusiones y lo único que puedo decir con certeza es que la experiencia de construir y vivir allí nos ha llevado a apreciar más que nunca algunas cosas simples e infinitas como lo son el espacio y el tiempo, permitiéndonos de paso un destello de lo que tal vez sea- el paraíso.