Siempre he creído que los límites ayudan a la creación. La ausencia de condicionantes es un problema añadido, pues antes de empezar has de imaginar cómo empezar. El famoso miedo al lienzo en blanco.
Lo que hice esta vez, como suelo hacer en estos casos, tras haber probado muchas veces la amargura del bloqueo fue, simplemente, ir a por ello, aunque fuera con el temor de que, al no tener condicionantes, corriese el riesgo de hablar demasiado de mí misma en mis fotos, en vez de hablar de la arquitectura del Fontán.
El encuentro con Andrés Perea en persona supuso el punto de ignición. Él me miraba con una atención que venía desde lejos, una atención de horizonte. No me pidió nada, lo dio por sentado. Me sentí como si me hubiese pintado de su color. Suena épico, pero así me llegó su mensaje, que me hizo tomar posición.
Tenía datos, las preexistencias, un contexto que rodeaba al edificio muy complejo, que podía empañar la lente de la cámara. Así que decidí, por un lado, empezar antes de caer en el estado de andar dando círculos, y por otro, tratar de seguir aquello que yo llamo «amor a primera vista».
A todos nos ha pasado que a veces recordamos la primera vez que vimos (in situ, no en imágenes creadas por otros) una obra arquitectónica, y precisamente aquellas imágenes mentales que se nos han quedado grabadas suelen ser vistas parciales, imperfectas, llegadas desde una calle estrecha, opacadas por otros edificios, árboles, o por llegar al lugar por una carretera que está a un nivel inferior, y empiezas a vislumbrar la obra desde lejos, solo por la parte superior, o un lateral…
Edificio Fontán por Andrés Perea, Elena Suárez, Rafael Torrelo. Fotografía por Ana Amado. Selección fotográfica por Ana Amado.
Edificio Fontán por Andrés Perea, Elena Suárez, Rafael Torrelo. Fotografía por Ana Amado. Selección fotográfica por Ana Amado.
Yo creo que esta primera imagen, cuando se trata de una obra que luego amaremos, es la imagen del amor a primera vista. En el desarrollo de mis reportajes fotográficos trato de tenerla siempre presente, porque a menudo guarda la esencia destilada de esa obra.
En el caso del Fontán, se produjo la mañana de la visita grupal. Con todos los autores de los textos que conformarían el libro junto con mis fotos, distintos agentes que intervinieron en la obra y además el equipo autor del edificio: Andrés Perea con sus socios Elena Suárez y Rafael Torrelo.
Me gustó ese empeño del equipo redactor del proyecto por implicarnos así, ayudándonos a mirar para poder hablar después, a través de una visita calmada al edificio, calmada y comentada, mientras el propio lugar nos iba cantando su canción particular al oído de cada uno de nosotros. En estos tiempos del todo para anteayer y de la dolorosa -a veces- virtualidad, aquel paseo ceremonioso fue como habitar un plano paralelo, cargado de inspiración.
Vuelvo a aquella primera imagen. Llegué antes que ellos. La luz era mágica: una mañana muy luminosa pero con niebla espesísima, que se estaba deshaciendo rápido por la acción de los rayos de sol. La primera imagen que recuerdo es el tajo irregular entre el Fontán y el edificio de Eisenman completamente relleno de niebla, pero la imagen que se me quedó en la retina es la silueta del edificio hacia al gran jardín escénico posterior, emergiendo de la niebla como una gran nave. Hice todas las fotos que pude, maravillada, en los pocos minutos que tardó la niebla en disiparse, pero nunca olvidaré aquella presencia, que me recuerda tanto a aquella mirada de Andrés Perea.
Edificio Fontán por Andrés Perea, Elena Suárez, Rafael Torrelo. Fotografía por Ana Amado. Selección fotográfica por Ana Amado.
Su recuerdo me acompañó a lo largo de los días que pasé en el Fontán trabajando. Disfruté y sudé, como pasa con los buenos encargos. A veces me lo ponía fácil, como cuando deambulaba por aquellos corredores de los dedos de luz, que como una gran mano se extendían buscando vistas hacia el jardín. Disfrutaba mucho allí, tratando de molestarlas, de hacer que aquellas maravillosas panorámicas se volvieran imperfectas, tamizadas, ocultadas a veces, otras ensalzándolas en simetrías pictóricas que me recordaban constantemente a los cuadros de El Bosco.
También me divertía mucho comprobar cómo el Fontán filtraba en su transparencia estudiada todo lo que le rodeaba, devolviendo una imagen mejor, más amable. Y luego, si te dabas la vuelta te encontrabas con el gran espacio de paso, donde te asomabas y asomaban todas aquellas tripas sinceras y tecnológicas, geométricas, zigzag de zancas y luminarias, reflejos, diálogos de marcos, color y texturas.
Solo me faltó algo más de acción humana, pues el edificio todavía no se encontraba en pleno uso, y yo me siento irremediablemente atraída por el baile entre la arquitectura y la figura humana. «La arquitectura como escena de nuestras vidas», como diría Zevi.
En aquel momento muchas oficinas y áreas del Fontán todavía no habían sido habitadas, faltaba pues, la contaminación de lo humano, de su piel, sus maneras y humores. En una reunión posterior con Andrés y sus socios y amigos, mucho más informal y con unos buenos gintónics observándonos a todos mientras hablábamos de amor, cine, promotores, Italia y más cosas que no vienen a cuento, él me señaló este punto, importante para redondear el libro que contaría el Fontán.
Espero entonces poder volver a mirar su obra desde otro punto, más lejos pero más cerca al mismo tiempo, mezclarme con sus habitantes, con la realidad de edificio vibrante, ocupado, y fotografiarlo de nuevo.
Aunque sea solo por volverme a encontrar con Andrés y seguir hablando- bien-de arquitectura.
Lo que hice esta vez, como suelo hacer en estos casos, tras haber probado muchas veces la amargura del bloqueo fue, simplemente, ir a por ello, aunque fuera con el temor de que, al no tener condicionantes, corriese el riesgo de hablar demasiado de mí misma en mis fotos, en vez de hablar de la arquitectura del Fontán.
El encuentro con Andrés Perea en persona supuso el punto de ignición. Él me miraba con una atención que venía desde lejos, una atención de horizonte. No me pidió nada, lo dio por sentado. Me sentí como si me hubiese pintado de su color. Suena épico, pero así me llegó su mensaje, que me hizo tomar posición.
Tenía datos, las preexistencias, un contexto que rodeaba al edificio muy complejo, que podía empañar la lente de la cámara. Así que decidí, por un lado, empezar antes de caer en el estado de andar dando círculos, y por otro, tratar de seguir aquello que yo llamo «amor a primera vista».
A todos nos ha pasado que a veces recordamos la primera vez que vimos (in situ, no en imágenes creadas por otros) una obra arquitectónica, y precisamente aquellas imágenes mentales que se nos han quedado grabadas suelen ser vistas parciales, imperfectas, llegadas desde una calle estrecha, opacadas por otros edificios, árboles, o por llegar al lugar por una carretera que está a un nivel inferior, y empiezas a vislumbrar la obra desde lejos, solo por la parte superior, o un lateral…
Edificio Fontán por Andrés Perea, Elena Suárez, Rafael Torrelo. Fotografía por Ana Amado. Selección fotográfica por Ana Amado.
Edificio Fontán por Andrés Perea, Elena Suárez, Rafael Torrelo. Fotografía por Ana Amado. Selección fotográfica por Ana Amado.
Yo creo que esta primera imagen, cuando se trata de una obra que luego amaremos, es la imagen del amor a primera vista. En el desarrollo de mis reportajes fotográficos trato de tenerla siempre presente, porque a menudo guarda la esencia destilada de esa obra.
En el caso del Fontán, se produjo la mañana de la visita grupal. Con todos los autores de los textos que conformarían el libro junto con mis fotos, distintos agentes que intervinieron en la obra y además el equipo autor del edificio: Andrés Perea con sus socios Elena Suárez y Rafael Torrelo.
Me gustó ese empeño del equipo redactor del proyecto por implicarnos así, ayudándonos a mirar para poder hablar después, a través de una visita calmada al edificio, calmada y comentada, mientras el propio lugar nos iba cantando su canción particular al oído de cada uno de nosotros. En estos tiempos del todo para anteayer y de la dolorosa -a veces- virtualidad, aquel paseo ceremonioso fue como habitar un plano paralelo, cargado de inspiración.
Vuelvo a aquella primera imagen. Llegué antes que ellos. La luz era mágica: una mañana muy luminosa pero con niebla espesísima, que se estaba deshaciendo rápido por la acción de los rayos de sol. La primera imagen que recuerdo es el tajo irregular entre el Fontán y el edificio de Eisenman completamente relleno de niebla, pero la imagen que se me quedó en la retina es la silueta del edificio hacia al gran jardín escénico posterior, emergiendo de la niebla como una gran nave. Hice todas las fotos que pude, maravillada, en los pocos minutos que tardó la niebla en disiparse, pero nunca olvidaré aquella presencia, que me recuerda tanto a aquella mirada de Andrés Perea.
Edificio Fontán por Andrés Perea, Elena Suárez, Rafael Torrelo. Fotografía por Ana Amado. Selección fotográfica por Ana Amado.
Su recuerdo me acompañó a lo largo de los días que pasé en el Fontán trabajando. Disfruté y sudé, como pasa con los buenos encargos. A veces me lo ponía fácil, como cuando deambulaba por aquellos corredores de los dedos de luz, que como una gran mano se extendían buscando vistas hacia el jardín. Disfrutaba mucho allí, tratando de molestarlas, de hacer que aquellas maravillosas panorámicas se volvieran imperfectas, tamizadas, ocultadas a veces, otras ensalzándolas en simetrías pictóricas que me recordaban constantemente a los cuadros de El Bosco.
También me divertía mucho comprobar cómo el Fontán filtraba en su transparencia estudiada todo lo que le rodeaba, devolviendo una imagen mejor, más amable. Y luego, si te dabas la vuelta te encontrabas con el gran espacio de paso, donde te asomabas y asomaban todas aquellas tripas sinceras y tecnológicas, geométricas, zigzag de zancas y luminarias, reflejos, diálogos de marcos, color y texturas.
Solo me faltó algo más de acción humana, pues el edificio todavía no se encontraba en pleno uso, y yo me siento irremediablemente atraída por el baile entre la arquitectura y la figura humana. «La arquitectura como escena de nuestras vidas», como diría Zevi.
En aquel momento muchas oficinas y áreas del Fontán todavía no habían sido habitadas, faltaba pues, la contaminación de lo humano, de su piel, sus maneras y humores. En una reunión posterior con Andrés y sus socios y amigos, mucho más informal y con unos buenos gintónics observándonos a todos mientras hablábamos de amor, cine, promotores, Italia y más cosas que no vienen a cuento, él me señaló este punto, importante para redondear el libro que contaría el Fontán.
Espero entonces poder volver a mirar su obra desde otro punto, más lejos pero más cerca al mismo tiempo, mezclarme con sus habitantes, con la realidad de edificio vibrante, ocupado, y fotografiarlo de nuevo.
Aunque sea solo por volverme a encontrar con Andrés y seguir hablando- bien-de arquitectura.
Texto por Ana Amado.